Jesús: El rey prometido

Autor: Dr. Félix Cortez, es pastor y docente de la Universidad Andrews, en Michigan, Estados Unidos. Es especialista en Nuevo Testamento, sobre todo en la carta a los Hebreos.

Una de las convicciones más importantes—o, quizá, la más importante—de los escritores del Nuevo Testamento en cuanto a la persona de Jesús es que él es el rey de Israel en quien Dios ha cumplido las promesas hechas a David.

Cuando el ángel anunció a María el nacimiento de Jesús le dijo que Dios daría a su hijo “el trono de David su padre” y que su reino no tendría fin (Luc. 1:32; cf. vs. 69).[1] Es decir, Dios cumpliría en Jesús, el pacto hecho con David (2 Sam 7:5–16). Jesús nació en la línea de David por medio de José, quien le adoptó como hijo (Mat. 1:1–16; Luc. 1:23–38). Fue anunciado a los pastores como el mesías (Cristo) nacido en la ciudad de David (Luc. 2:10–11) y los sabios de oriente le rindieron homenaje y regalos como el futuro rey de Israel (Mat. 2:1–11). Durante su ministerio, los evangelios registran 18 ocasiones en que el título “hijo de David” fue aplicado explícitamente a Jesús.[2] Al final de su ministerio, Jesús entró en Jerusalén como el prometido rey davídico (Mat. 21:1–16; Mar. 11:1–10; Luc. 19:29–40; Juan 12:13–16) y fue ejecutado unos días más tarde bajo el cargo de haber reclamado ser el “rey de Israel” (Mat. 27:37; Mar. 15:26; Luc. 23:38; Juan 19:19). Cuando surgió la iglesia cristiana primitiva, el elemento principal de la primera predicación de sus dos más grandes evangelistas, Pedro y Pablo, fue que Jesús resucitó y Dios cumplió en él las promesas hechas a David (Hech. 2:22–36; 13:22–37; cf. 9:19–22). Más tarde, en sus cartas, Pedro identificó a Jesús como el rey davídico sentado “a la diestra de Dios” (1 Ped. 3:22; cf. Ps 110:1), Juan como “el León de la tribu de Judá, la raíz de David” (Apoc. 5:5; cf. 22:16), y Pablo, en la última de ellas, resumió su evangelio en dos convicciones: “Jesucristo, del linaje de David, resucitado de los muertos” (2 Tim. 2:8).[3]

Es necesario, pues, un análisis cuidadoso de esta convicción de los escritores del Nuevo Testamento si hemos de entender correctamente la persona de Jesús y su función dentro del plan divino de salvación.

El rey prometido: la teología del pacto davídico

Segunda de Samuel 7 registra la historia de la institución del pacto davídico. Una vez que Dios había dado a David “reposo de todos sus enemigos en derredor” y “el rey habitaba en su casa”, David expresó al profeta Natán su intención de construir una “casa” para Dios. A Natán le pareció muy bien la idea (vss. 1–3) pero Dios le informó que David no construiría una “casa” para él sino que Dios mismo construiría una “casa” para David—refiriéndose a una dinastía real (vss. 4–11). Dios cumpliría esto por medio de un “hijo” que sería adoptado por Dios como su propio hijo. Este “hijo” construiría el templo en lugar de David y Dios establecería su trono (del “hijo”) “para siempre” (vss. 12–16). Esencialmente, entonces, el pacto davídico implica la promesa de Dios a David de una “casa” (dinastía) “estable eternamente” a través de un “hijo”. Este pacto de Dios con David (2 Sam. 23:5; 2 Crón. 13:5; 21:7; Sal. 89:28) tiene profundas implicaciones para la relación entre Dios y el pueblo de Israel.

En primer lugar, las promesas hechas a David tienen como propósito beneficiar al pueblo de Israel. Estas promesas incluyen un “gran nombre” para David (2 Sam. 7:9),[4] un lugar para “mi pueblo Israel” donde no será más afligido por sus enemigos (vs. 10), y “descanso” de sus enemigos (vs. 11). El pacto implica que estas promesas serían cumplidas a través del “hijo” prometido. Es decir, el pacto davídico convierte al “hijo” de David en mediador de las promesas para el pueblo de Israel.[5]

En segundo lugar, el pacto de Dios con David es incondicional. Aún cuando el “hijo” fuera infiel, Dios le castigaría pero no revocaría su pacto con David: “Y si él hiciere mal, yo le castigaré con vara de hombres, y con azotes de hijos de hombres; pero mi misericordia no se apartará de él como la aparté de Saúl, al cual quité de delante de ti” (vss. 14–15; cf. 2 Sam. 23:1- 7; Sal. 89:19-37).[6]

La naturaleza incondicional de este pacto es sorprendente si recordamos la naturaleza condicional del pacto que regía las relaciones entre Dios y su pueblo. El pacto realizado con Israel a través de Moisés en Sinaí—y confirmado en Moab—establecía que Israel recibiría las bendiciones de Dios únicamente si permanecía fiel a las leyes del pacto (Deut. 27–29). Sin embargo, el pacto davídico promete la canalización de las bendiciones de Dios a Israel en forma incondicional a través del “hijo” prometido. Surge una pregunta, entonces, ¿cómo podemos entender la relación condicional entre Dios y el pueblo de Israel una vez que Dios establece un pacto incondicional con David a favor del pueblo de Israel?

Antes de contestar esta pregunta es importante entender que el pacto davídico no sustituye al pacto mosaico. De hecho, el pacto davídico incluye la construcción de un templo en Jerusalén donde el “arca de Dios”—que representa el pacto de Dios establecido a través de Moisés—descansará permanentemente en el seno de la nación, indicando la permanencia del pacto Dios con Israel mediado por Moisés (2 Sam. 7:1–2; cf. 1 Rey. 8:21; 2 Crón. 6:11). Por lo tanto, el rey davídico y el pueblo seguirían estando sujetos a las regulaciones consagradas en la legislación mosaica, especialmente en asuntos que tenían que ver con justicia social (e.g., 1 Rey. 6:12-13). Por ejemplo, Dios comunicó claramente a Salomón después de la dedicación del templo que la infidelidad al pacto mosaico resultaría en la destrucción del templo (1 Rey. 9:6-9; 2 Crón. 7:19-22).[7] Esto es lo que finalmente sucedió. Debido a la amenaza de Nabucodonosor, Sedequías—el último rey davídico (597–586 a.C.)—hizo un pacto con el pueblo en el templo para proclamar la libertad de sus esclavos en cumplimiento de la ley mosaica (Jer. 34:8-10; cf. Lev. 25:39-41). El pueblo obedeció y Dios prometió a Sedequías que moriría “en paz” (Jer. 34:5). Más tarde, sin embargo, ellos abandonaron el pacto e “hicieron volver a los siervos y a las siervas que habían dejado libres, y los sujetaron como siervos y siervas” (vs. 11) en abierta rebelión a la ley de Moisés. Este acto selló el destino del rey y de Jerusalén quienes tuvieron que sufrir las maldiciones del pacto (vss. 17–22).[8] Esto demuestra, entonces, que el pacto davídico no sustituye al pacto mosaico, sino que es integrado en él. La pregunta que nos ocupa, entonces, sigue sin respuesta: ¿cómo pueden convivir en una misma relación entre Dios y el pueblo de Israel el pacto condicional mosaico y el pacto incondicional davídico? De hecho, el asunto se vuelve más desconcertante cuando reconocemos que las mismas promesas de tierra y descanso de los enemigos condicionadas a la obediencia en el pacto mosaico (Deut 12:8-10), son ofrecidas incondicionalmente en el pacto davídico (2 Sam. 7:10–11). Entonces, ¿cómo puede un pacto incondicional ser integrado en un pacto condicional? ¿No invalida las condiciones de uno las garantías del otro? Este dilema se resuelve una vez que entendemos la función del rey davídico—el “hijo” prometido—en la relación entre Dios e Israel.

El aspecto más significativo del pacto davídico es que Dios adopta al hijo de David como su propio “hijo”, su “primogénito” (2 Sam. 7:14; Sal. 2:6-7; 89:27). Esta adopción tiene profundas implicaciones para la relación entre Dios y su pueblo. Ahora, el rey encarna a Israel, el pueblo del pacto, quien es el “hijo”, el “primogénito” de Dios (Exod. 4:22-23; cf. Jer. 3:19; 31:9, Ose. 11:1). De esta manera, Dios designa al rey davídico como el representante de Israel en la relación pactual.[9] Dios confirma al “Hijo”—el rey davídico que encarna a la nación—las promesas que habían sido dadas a Israel de un “lugar” para vivir y “reposo” de sus enemigos (2 Sam 7:9-11a; cf. Deut 12:8-10) y de su presencia permanente en medio de ellos al aceptar una “casa” construida a “su nombre” (2 Sam 7:12a-16; Ps 132:11-14; cf. Exod 25:8; 33:12-23; Deut 12:5).[10] La relación pactual entre Dios e Israel ahora es mediada a través del “Hijo”.

Esta modificación de la relación pactual entre Dios e Israel por la introducción de un mediador/representante hace posible la perpetuación de la relación pactual entre Dios y el pueblo de Israel. El pacto mosaico requería la fidelidad de todo Israel para recibir la protección de Dios. Josué 7 registra un caso en el que la nación es imputada con la transgresión del pacto a causa del pecado de un solo hombre: Acán (vss. 1, 11–13). Cuando el ofensor fue castigado, la relación pactual es restaurada (Jos. 7:24–8:1).[11] El pacto davídico, sin embargo, asegura las bendiciones pactuales de Dios para Israel por medio de la fidelidad de una persona, el rey. Noten la promesa hecha a David en relación con la nación: y te he dado [haré para ti un[12]] nombre grande, como el nombre de los grandes que hay en la tierra. Además, yo fijaré lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré, para que habite en su lugar y nunca más sea removido, ni los inicuos le aflijan más, como al principio, desde el día en que puse jueces sobre mi pueblo Israel; y a ti te daré descanso de todos tus enemigos. Asimismo Jehová te hace saber que él te hará casa. (2 Sam. 7:9b-11a, énfasis mío; cf. 1 Crón. 17:9- 10b.)

La conexión entre la fidelidad del rey y la perpetuación del pacto de Dios con la nación es particularmente evidente en la confirmación que Dios hace del pacto davídico a Salomón: “Con relación a esta casa que tú edificas, si [tu] anduvieres en mis estatutos e hicieres mis decretos, y guardares todos mis mandamientos andando en ellos, yo cumpliré contigo mi palabra que hablé a David tu padre; y habitaré en ella en medio de los hijos de Israel, y no dejaré a mi pueblo Israel (1 Rey. 6:12-13, énfasis mío; cf. 9:4-9; 2 Crón. 7:17-22)”.

Dios informa explícitamente a Salomón que si él es fiel, la relación pactual con la nación permanecerá. La conclusión de Avraham Gileadi es apropiada: “The Davidic covenant did away with the necessity that all Israel—to a man—maintain loyalty to YHWH in order to merit his protection.”[13]

Lo opuesto, sin embargo, no es verdad. La infidelidad del rey no implica la revocación del pacto. La apostasía del heredero davídico no hace inválida la promesa de Dios a David de una eterna dinastía. Sí descalifica, sin embargo, al rey apóstata individual de participar en las promesas del pacto davídico y anula la protección pactual sobre el pueblo durante su reino.[14] Dios lo castigará “con vara de hombres” (2 Sam. 7:14) y podría decretar que ninguno de sus hijos se sentará en el trono.[15] Sin embargo, el pacto no es revocado. Dios escogerá otro descendiente de David que sea fiel para continuar el cumplimiento de sus promesas.

Un ejemplo de esto es el caso del rey Acaz. Cuando Acaz envió tributo a Tiglat-pileser, rey de Asiria, pidiéndole protección del reino de Israel y de Siria y se llamó a si mismo su “hijo” y su “siervo” (2 Rey. 16:7–8), Acaz rechazó su relación pactual con Dios (Isa. 7:1–12). La reacción de Dios fue doble. Primero, él anunció la elección de otro “hijo”—Emanuel, “Dios con nosotros” (vs. 14). Segundo, negó su protección al rey apóstata y su pueblo (vs. 17) y castiga a Acaz por medio del rey de Asiria a quien llamó “báculo [vara] de mi furor” (10:5).

De la misma manera, el fracaso de los reyes davídicos provocó el exilio y el decreto divino concerniente a la dinastía davídica: “Depón la tiara, quita la corona; esto no será más así; sea exaltado lo bajo, y humillado lo alto. A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré, y esto no será más, hasta que venga aquel cuyo es el derecho, y yo se lo entregaré” (Eze. 21:26–27, énfasis mío).

Así, la dinastía davídica fue quitada del trono y el pueblo llevado al exilio; sin embargo, las promesas davídicas no fueron anuladas. Dios prometió que vendría uno a quien entregará la “tiara” y la “corona”. Otros profetas se refirieron a lo mismo cuando hablaron de un futuro David, o una raíz de David, cuyo reino se caracterizará por la justicia—o fidelidad—y renovaría el pacto de Dios con su pueblo (Isa. 11:1–10; Jer. 23:5–9; 33:14–26; Eze. 37:21–28; Zac. 6:12–15).

El rey prometido: las expectativas de los profetas

Debido al fracaso de los reyes davídicos, los profetas del Antiguo Testamento predijeron que Dios levantaría un rey justo, descendiente de David, a través de quien Dios renovaría su pacto con Israel. Un análisis de sus mensajes revela que este rey prometido realizaría 7 acciones que eran necesarias para renovar esta relación pactual.

  1. Mediaría un pacto de paz, un pacto perpetuo entre Dios e Israel (Eze. 37:26–27; Isa. 55:3; Jer 31:31–34; Eze. 36:22–31).
  1. Limpiaría a la nación de “sus rebeliones con las cuales pecaron” (Eze. 37:23; cf. Isa. 55:7).
  1. Edificaría “el templo de Jehová” (Zac. 6:13; cf. 37:26, 28).
  1. Escribiría la ley en el corazón de la nación de tal manera que “la tierra será llena del conocimiento de Jehová” (Isa. 11:9; Eze. 37:24; cf. Ose. 3:5; también están relacionados Jer. 31:31–34; Eze. 36:26–27).
  2. Juntaría a las tribus que se encontraban divididas, “los desterrados de Israel, y … de Judá”, y los traería desde “los cuatro confines de la tierra” (Isa. 11:10–13; cf. Amos 9:11–12; 3:5; Eze. 37:16–22; Miq. 5:3).
  3. Traería paz a la tierra y reposo de la guerra porque “herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío” (Isa. 11:3-9; cf. Isa. 9:5-7; 5:4-5).
  4. Gobernaría junto a un sacerdote fiel y habría “consejo de paz … entre ambos” (Zac. 6:13; cf. Jer. 33:16-26; Ose. 3:4-5).

La tabla que aparece a continuación identifica dónde estas 7 acciones del futuro rey davídico aparecen en los profetas.

Jesús: el cumplimiento de la promesa

Así que la infidelidad de los reyes davídicos antes del exilio no significó el final de la dinastía davídica o la anulación de la relación pactual entre Dios e Israel porque el pacto davídico hacía posible la perpetuación de la esperanza, siempre y cuando Dios pudiera encontrar o proveer un rey davídico fiel que representara a la nación. Y esto es lo que pasó finalmente. Dios proveyó en Cristo Jesús un rey justo y fiel para reinar “por siempre” sobre la casa de Israel (Luc. 1:30-33; Hech. 2:29-36; Rom. 1:3-5).

La venida de Cristo, sin embargo, superó enormemente las expectativas creadas por los profetas. El pacto davídico prometía que Dios adoptaría al hijo de David como su propio hijo, su primogénito, y de esta manera el rey encarnaría y representaría al pueblo de Israel quien era el hijo de Dios, su primogénito. Sin embargo, tras el fracaso de los reyes davídicos, Dios envió a su propio Hijo (Juan 1:18; 6:61–62; 10:36; 17:1–5; Gal. 4:4–5), el creador del universo (Heb. 1:2–3), quien también era hijo de David (Mat. 1:1–17; Luc. 3:23–38; Rom. 1:3; 2 Tim. 2:8), para ser el rey de Israel y de esta manera convertirse en nuestro representante. Así, el Dios eterno, soberano del pacto, se puso a la cabeza de la nación rebelde, su hijo extraviado, para satisfacer él mismo las exigencias de su propio pacto y hacernos herederos de las promesas. El Hijo de Dios, pues, hace posible nuestra adopción como hijos y nos constituye coherederos de las promesas (Gál. 4:4–7; cf. Rom. 8:15–17).

Jesús, el Hijo de Dios, nos redime cumpliendo los 7 actos que los profetas habían predicho el futuro rey davídico realizaría. Estos actos fueron realizados durante el ministerio de Jesús en esta tierra; sin embargo, cada uno de ellos tendrá su realización plena en la consumación del reino de Cristo en su segunda venida. En otras palabras, Cristo inauguró el reino de Dios en la tierra en su primera venida y desde entonces ha estado trabajando con poder entre los hombres (Luc. 17:20–21); sin embargo, su reino logrará la dominio universal cuando venga por segunda vez (1 Cor. 15:21–28).

  1. Jesús hizo posible un nuevo pacto entre Dios y su pueblo por medio de su sacrificio (Mat. 26:28; Mar. 14:24; Luc. 22:20; Heb. 7:22; 8:6). Esta relación pactual iniciada en su muerte en la cruz se consumará cuando Dios establezca su tabernáculo en esta tierra (Apoc. 21:2–3).
  1. Cristo limpió a los creyentes de sus pecados (1 Juan 1:7). El sacrificio de Cristo satisfizo la exigencia de castigo por muerte a los transgresores del primer pacto (Heb. 9:15–17, 22; cf. Gal. 3:13–14). Cuando él murió, todos morimos, porque en la relación pactual entre Dios e Israel el “Hijo” encarna a la nación (Heb. 2:9; 2 Cor. 5:14; Rom 5:12–20; 6:1–11). En la segunda venida, sin embargo, esta limpieza será consumada cuando Dios transforme nuestros cuerpos mortales y corruptibles en inmortales e incorruptibles (1 Cor. 15:50–53; Fil. 3:20–21).
  2. Al darnos su espíritu Jesús implantó la ley en nuestros corazones y nos capacitó para cumplir los requerimientos del pacto (Rom. 8:1–4; Heb. 8:8–11; 10:15–16).[1] Sin embargo, la batalla contra el pecado continúa (Heb. 12:4). Los creyentes son tentados y muchas veces caen (1 Juan 2:1; Gal. 6:1–2). Es hasta la segunda venida de Cristo que la implantación de la ley en su pueblo tendrá su fruto perfecto cuando Dios cree los cielos nuevos y la tierra nueva “donde mora la justicia” (2 Ped. 3:13).
  3. Jesús construyó el templo de Dios en su propia persona. Su vida fue el tabernáculo divino a través del cual Dios moró entre su pueblo y se manifestó a nosotros (Juan 1:14, 18; 2:18–23; 14:8–9; Mat. 1:23). Recordemos, sin embargo, que Jesús encarna a su pueblo. De esta manera, su pueblo también es un templo que Jesús edifica para que Dios more en él (1 Cor. 3:9– 17; 2 Cor. 6:16; Efe. 2:19–22; 1 Ped. 2:4–5; Apoc. 3:12). La construcción fue inaugurada con Jesús como piedra angular, los apóstoles como cimiento, y los miembros como piedras vivas, pero culminará cuando Dios more entre su pueblo (Apoc. 21:3).
  1. Cristo juntó a la humanidad que se encontraba dividida, judíos y gentiles, y los unió por medio de su cruz (Efe. 2:11–18). Este ministerio de reconciliación continúa por medio de la obra del evangelio (2 Cor. 5:18–20) y culminará cuando Dios junte a sus escogidos “de los cuatro vientos” (Mat. 24:31), de toda nación, tribu, lengua, y pueblo (Apoc. 7:9–17; 14:6–7), en su
  2. Jesús triunfó sobre las fuerzas del mal (Efe. 1:20–23; Col. 1:12–13; 2:13–15; Juan 12:30–31; Luc. 10:17–18, Mat. 12:24–29; Heb. 2:14–16; 2 Tes. 2:8; Apoc. 19:20) y dió reposo a su pueblo (Heb. 4:1–11; cf. Mat. 11:28–30). Sin embargo, la lucha contra el enemigo continúa (Heb. 1:13; 10:12–13; Efe. 6:10–18) y terminará hasta que Cristo destruya a la muerte, el último enemigo a vencer (1 Cor 15:23–26, 54–55; Apoc 20:7–10, 14).
  3. Cristo es rey y sumo sacerdote (Heb. 2:17–18; 8:1–2). En su gobierno se combinan ambos oficios perfectamente. Como rey, Jesús somete y destruye a los enemigos de su pueblo y da reposo a la nación. Como sacerdote, Jesús intercede por su pueblo en la presencia del Padre y provee redención de los pecados por medio de su sacrificio (Heb. 7:25; 9:11–14, 24–28).

En resumen, Jesús, el Hijo de Dios, como representante de Israel, cumplió perfectamente las exigencias del pacto entre Dios e Israel al morir en la Cruz. De esta manera hizo posible la expiación de nuestra culpa y la renovación del pacto entre Dios y nosotros. Sin embargo, Cristo resucitó y se sentó “a la diestra” de Dios (Hech. 2:32–33; 5:31; 7:55; Efe. 1:20; Col. 3:1; etc.), en el trono eterno prometido a David (Luc. 1:31—33), para renovar el pacto entre Dios y nosotros, habilitarnos por medio de su Santo Espíritu para ser fieles, construir el templo de Dios y garantizar que las bendición pactual de victoria sobre—o reposo de—los enemigos se cumpla para Israel—los que son hijos de Abraham por medio de la fe (Rom 4:9–12) y herederos de las promesas (Gal. 3:28–29; Efe. 3:4–6).

Podemos decir que la relación que existe entre el pacto mosaico y el davídico es en esencia similar a la relación que existe entre la ley y la gracia en el Nuevo Testamento. El pacto mosaico estableció claramente las condiciones que hacían posible la relación entre Dios y su pueblo; sin embargo, la propensión del pueblo a pecar, a transgredir las condiciones del pacto, amenazaron gravemente el cumplimiento de las promesas. Entonces, Dios injertó, o integró, en esta relación pactual un nuevo pacto con David, por medio del cual su “hijo” encarnaría y representaría a la nación. Como resultado de este pacto, la relación entre Dios y la nación sería mediada por el “hijo”. El pacto davídico hizo posible que Dios mostrara su gracia hacia la nación descarriada. En este nuevo pacto, Dios prometía incondicionalmente cumplir la promesa de un lugar y reposo de los enemigos al “hijo” de David para beneficio de la nación. Dios seguiría, sin embargo, exigiendo del “hijo” de David la obediencia a los requerimientos del pacto mosaico.

Cuando los reyes davídicos fracasaron, debido a su infidelidad, en obtener las bendiciones de Dios para beneficio del pueblo, Dios prometió a través de sus profetas levantar a David un “vástago” lleno del “Espíritu de Jehová”, un “renuevo justo”. Este descendiente de David prometido era Jesús, el Hijo de Dios, el creador del universo, que como rey davídico encarnó y representó al pueblo de Dios, murió en su lugar, y por medio de su vida perfecta recibió del Padre las bendiciones prometidas para beneficio de Israel. Así, al enviar a su propio Hijo como rey de Israel para vivir una vida de perfecta de obediencia a las condiciones del pacto y satisfacer con su muerte las deudas adquiridas por la infidelidad de Israel, Dios demostró ante el universo tanto su inflexible apego a las condiciones del pacto como su inquebrantable amor por su pueblo. Por eso, el salmista Etán ezraíta, cuando escribió el Salmo 139 que celebraba el pacto de Dios con David, irrumpió de gozo: “Las misericordias de Jehová cantaré perpetuamente; De generación en generación haré notoria tu fidelidad con mi boca. Porque dije: “Para siempre será edificada misericordia; en los cielos mismos afirmarás tu verdad” (vss. 1–2). Y luego, en una misma expresión unió lo que parecía imposible unir: “Justicia y juicio son el cimiento de tu trono; Misericordia y verdad van delante de tu rostro” (vs. 14). Y es que, cuando se trata del gobierno de Dios, la justicia y la misericordia, la ley y la gracia, no son soluciones alternas a un dilema sin solución, sino expresiones gemelas de la grandeza de Dios. De allí la imagen inmortal: “la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron” (Sal 85:10).

Referencias:

[1] Todas las citas bíblicas son tomadas de la versión Reina Valera Revisión 1960, a menos que se indique lo contrario.

[2]D. R. Bauer, “Son of David” en Dictionary of Jesus and the Gospels (ed. Joel B. Green y Scot McKnight; Downers Grove, Ill.: InterVarsity Press, 1992), 768–9.

[3]Gordon D. Fee, Pauline Christology: An Exegetical-Theological Study (Peabody, Mass.: Hendrickson, 2007), 530–57.

[4] La versión Reina Valera 1960 sigue al texto Griego (Septuaginta) y traduce “te he dado nombre grande”. Es preferible, sin embargo, seguir el texto Hebreo Masorético y traducir “haré para ti un gran nombre” como lo hacen las traducciones en Inglés, New Revised Standard Version, New International Version, New American Standard Bible, y hasta cierto punto la Biblia de las Américas.

[5] No entendemos aquí la palabra “mediador” como quien se interpone entre “dos o más que riñen o contienden, procurando reconciliarlos y unirlos en amistad”, Diccionario de la Real Academia Española, 22ª edición, s.v. “mediador” [www.rae.es]. El “hijo” davídico es mediador en el sentido que es el medio o canal a través del cual las bendiciones divinas fluyen hacia Israel.

[6] Un estudio cuidadoso del pacto davídico en el Antiguo Testamento indica que este pacto es incondicional cuando se refiere a la descendencia de David en general, pero condicional cuando se refiere al descendiente de David en particular. Es decir, la infidelidad puede impedir que las promesas se cumplan en un descendiente de David específico, pero ello no revocará las promesas hechas a David porque Dios puede buscar otro descendiente davídico fiel a través de quien cumplir sus promesas. El juicio de Dios sobre el rey Conías (Joaquín), descendiente de David, es un buen ejemplo de esto. Conías y sus hijos fueron expulsados permanentemente del trono a causa de su infidelidad (Jer. 22:24–30); sin embargo, esto no invalidaría el pacto de Dios con David. Dios cumpliría sus promesas a través de otro hijo de David, un “renuevo justo” (23:5–6).

[7] Noten que en ambos casos la infidelidad es definida como un abandono de “Jehová su Dios, que había sacado a sus padres de la tierra de Egipto,” y les dio Canaán como posesión.

[8] Hans K. LaRondelle, Our Creator Redeemer: An Introduction to Biblical Covenant Theology (Berrien Springs, Mich.: Andrews University Press, 2005), 48.

[9] Ver Avraham Gileadi, “The Davidic Covenant: A Theological Basis for Corporate Protection,” in Israel’s Apostasy and Restoration, ed. Avraham Gileadi (Grand Rapids, Mich.: Baker, 1988), 160.

[10] Segunda de Samuel conecta el cumplimiento de la promesa de descanso del pacto mosaico a la elección divina de un lugar donde su nombre more (Deut. 12:9-10) haciendo de esta manera la repartición de la tierra de Josué sólo un cumplimiento parcial de esa promesa (Jos. 21:43-45; cf. 1:13, 15; 22:4; 23:1).

[11] Similarmente, cuando las tribus de Rubén, Gad, y Manasés construyeron un altar junto al Jordán, el resto de las tribus lo consideraron un acto de rebelión contra Dios y temieron que Dios se airaría “contra toda la congregación de Israel” (Jos. 21:10-34, esp. vs. 18). De hecho, ellos mencionaron el caso de Acán (vs. 20). Otro ejemplo lo encontramos en la apostasía de Baal Peor en Núm. 25.

[12] En cuanto a la traducción de la primera línea, ver arriba en la nota 4.

[13] (El pacto davidico eliminó la necesidad de que todo Israel—es decir, cada individuo— permaneciera leal a Jehová para merecer su protección ) Gileadi, 160.

[14] Noten que por causa de la trasgresión de David en lo concerniente al censo de Israel (2 Sam. 24:1), la protección pactual sobre Israel fue anulada (vs. 13).

[15] Ver el caso de Conías (Joaquín; Jer. 22:24–30) arriba en nota 6.

 

[16] En este contexto, no debemos olvidar que nuestra obediencia no nos salva sino que es el fruto directo de la salvación. Jesús nos salvó del pecado. El requerimiento de obediencia perfecta a la voluntad de Dios para nuestra salvación fue satisfecho por Jesús. Como nuestro representante, Jesús cumplió perfectamente la ley de Dios de tal manera que nosotros “fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21; cf. Heb. 4:15, 7:26–28; Juan 7:18; 1 Ped. 2:22; 1 Juan 3:5-7). Ni siquiera la fe es meritoria para la salvación. La fe en Cristo Jesús sólo nos da acceso a su gracia, pero fue su fe/fidelidad que hizo posible nuestra salvación.

Fuente: https://digitalcommons.andrews.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1007&context=new-testament-pubs